CASI MUERO DE CAD


 2017-09-27

“Vaya, ¿cuándo te pusiste tan flaca?”

Mi padre me estaba preparando para la escuela una mañana de febrero. Cuando comenzó a ayudarme a ponerme la ropa de la escuela, me levantó la blusa de la pijama y se sorprendió al ver mis protuberantes costillas.

“Será mejor que comiences a comer más”, me dijo.

Y así lo hice. Mi apetito aumentó inmensamente. Para el desayuno, me comía dos, a veces tres grandes tazones de cereal, que no parecía ayudar teniendo en cuenta el notable peso que estaba perdiendo.

Mi sed se intensificó. Tarde una noche, mi madre se despertó con una conmoción proveniente de la cocina. Para su sorpresa, estaba su hija de 6 años en la encimera, en camisón, sirviéndose seis vasos de jugo de manzana.

“Carlie, ¿qué estás haciendo? ¿Estás bien?”

“¡Vete! ¡Déjame en paz!” Le dije molesta, procediendo a engullir los seis vasos.

Me sentía muy enferma, como si estuviera consumiéndome. Pero me lo guardé y no les dije a mis padres cómo me sentía con miedo de que me llevaran a un médico.

El 22 de febrero de 2003, mientras estaba sentada en el sótano, mirando sin vida la televisión frente a mí, hice todo lo posible por escuchar la conversación de mis padres en la cocina.

“Dave, ella está enferma. Necesitamos hacer algo”. Supe que mi madre estaba llorando solo por su voz.

“Llamaremos a la línea directa de enfermería hoy y veremos qué nos dicen que hagamos”.

La mujer con la que habló mi padre le dijo que creía que podía tratarse de diabetes, pero dijo que debería esperar hasta el lunes para llevarme a un médico debido a la tormenta de nieve en la que mi ciudad se encontraba actualmente.

Sin embargo, más tarde ese día, mi madre ya había tenido suficiente. Mientras mi padre estaba traspalando el camino de entrada de mi abuela, en casa, mi madre me había levantado para pasarme al otro lado de una puerta de bebé en la cocina y había visto mis ojos ponerse en blanco. Llamó a mi padre y le dijo que me llevaría a la clínica, independientemente de lo que aconsejara la mujer de la línea directa de enfermería.

Y nos fuimos. Llenamos algunos documentos y me senté, pero solo por un momento. Nos llevaron a una habitación donde experimenté mi primera de muchas mediciones de glucosa en la sangre por venir. Me dejó llorando y con miedo por lo que iba a pasar.

Poco después, un médico se sentó frente a mi madre y a mí, con una expresión solemne en su rostro. Tomó la mano de mi madre y dijo: “Su hija tiene diabetes tipo 1. Nos hemos contactado con el hospital y la están esperando en cualquier momento, así que deben ir a casa, empaquen sus cosas y vayan tan pronto como puedan”.

Me dijeron que fue un milagro que entré al hospital por mi cuenta. Con un nivel de glucosa en la sangre de 800 mg/dL44.3 mmol/L, (casi ocho veces más alto de lo normal), debería haber estado en coma.

Estaba experimentando cetoacidosis diabética grave (CAD). Recuerdo todo acerca de los seis días que pasé en el hospital, de todos los que me visitaron, de tener que comer pan tostado con mantequilla de maní todas las mañanas, de hacer una bola de nieve con una enfermera, de tomar mucho refresco de fresa, naranja y banana, de pasar demasiado tiempo jugando con los trenes de madera en la sala de juegos…

Mientras tanto, mis padres estaban aprendiendo sobre el conteo de carbohidratos, la medición de la glucosa, los índices de insulina, la hipoglucemia y la hiperglucemia, todo lo que sería esencial para mantenerme con vida.

Una noche en la sala de juegos, mientras mi madre había estado hablando con un amigo de la familia que había venido a visitarme, dos enfermeras entraron.  

“Señora Williams, es hora de la insulina de Carlie. ¿Podrían venir con nosotros?” Dijo una de ellas.  

Las lágrimas comenzaron a llenar mis ojos. Solo había estado recibiendo estas inyecciones durante unos días y de ninguna manera me había acostumbrado a la rutina. Nos llevaron a una habitación pequeña. Pude ver que mi madre comenzaba a entrar en pánico cuando nos sentamos.

“Mi esposo estará aquí en diez minutos. Tuvo que quedarse hasta tarde en el trabajo, ¿podríamos esperar a que volviera? No estoy lista para hacer esto todavía”. Los ojos de mi madre estaban llenos de lágrimas.

Las enfermeras, con aspecto lloroso también, le dijeron que no con la cabeza. “Puede hacerlo. Tendrá que aprender a hacerlo. Esto es lo que mantendrá viva a su hija”. Comenzaron a preparar la aguja y una enfermera limpió una lugar en mi brazo con un hisopo con alcohol.  

Comencé a llorar más fuerte y mi madre se envolvió fuertemente a mi alrededor; sus lágrimas se convirtieron en sollozos.

“¡Por favor, mamá, por favor no lo hagas! ¡Por favor, mamá, no me hagas daño!”. Grité, rogándole que no lo hiciera. Las enfermeras y los médicos podían perforarme y darme todo lo que quisieran, pero ¿que mi propia madre me infligiera dolor?

Ella tomó la aguja mientras yo seguía suplicando con lágrimas exasperadas. Y luego lo hizo.

Tan pronto como terminó, me abrazó mientras las dos lloramos durante media hora seguida. Ella me dijo que me amaba y me meció en sus brazos. Algunas enfermeras que estaban cerca habían presenciado todo y se conmovieron y pararon llorando; una de ellos tuvo que irse, murmurando en voz baja: “Necesito un cigarrillo”.

Catorce años después, aquí estoy. Podría contarte sobre todas las cosas que me he perdido a causa de la diabetes, como mi gran viaje de estudios de octavo grado de un día para otro. Permanecí acostada despierta esa mañana el día de la partida, silenciosamente llorando en mi almohada y deseando nada más que estar sentada en ese autobús rodeada de mis amigos y compañeros de clase.

Podría contarte sobre el Día de Acción de Gracias infernal, cómo casi me quedé dormida sin reconocer que hubo una simple confusión de insulina. Mi nivel de azúcar en la sangre se había desplomado a 21.6 mg/dL1.2 mmol/L en menos de una hora, lo que dio como resultado una visita nocturna con los paramédicos.

Podría contarte acerca de todos los molestos pinchazos en los dedos, los pinchazos con aguja, los niveles altos de azúcar en la sangre y los niveles bajos de azúcar en la sangre. Podría contarte cómo me compadecí y lloré por mi misma hasta quedarme dormida en numerosas ocasiones, pensando que sería mucho más fácil mi vida si no tuviera diabetes.  

Pero elijo no pensar de esa manera. La diabetes es algo con lo que aún estoy aprendiendo a lidiar todos los días. No existe un método perfecto para esta locura, y me ha tomado un tiempo darme cuenta de eso, y eso está completamente bien.


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ESCRITO POR CARLIE WILLIAMS, PUBLICADO 09/27/17, UPDATED 08/07/21

Carlie Williams es una canadiense de veintiún años que vive con diabetes tipo 1 desde su diagnóstico a la edad de seis años. Actualmente se encuentra en la universidad estudiando para convertirse en una Administradora de Oficina en el campo de Servicios de Salud. Está rodeada por un increíble grupo de familiares, amigos y compañeros de trabajo que la apoyan. Le encanta el café helado, su beagle Zoey y ver Friends en Netflix.