Cómo la CAD me asustó para ponerme en forma


 2016-08-10

Tres días antes de que presentara cetoacidosis diabética (CAD), salía de un avión y terminé entrando a un sucio bar Tex Mex en el aeropuerto de Dallas. Tuve una escala de dos horas y yo sentía dolor: dolor de garganta, sed insaciable y un dolor de cabeza  como si mi cerebro estuviera tratando de salir por la sien izquierda. Yo quería que el dolor desapareciera y que desapareciera rápidamente, pero los diversos medicamentos sin receta que había engullido en el vuelo aún tenían que hacer efecto.  Así que me encontré en un bar muy iluminado, con un menú completo de licores y frittatas de huevo, en busca de una cura.

Yo lo que quería era una bebida que funcionara de la manera en las que uno lee que funcionan en los libros, como una poción mágica que limpia el polvo de un mal día. No importaba que el alcohol me nublara con malas decisiones e hiciera que mi azúcar en la sangre rebotara como loca. Necesitaba una solución rápida. Hice mi pedido y el barman me llevó una mimosa demostrando que, en verdad, todo es más grande en Texas.

Tomé un sorbo y mi garganta protestó del dolor. Mi lengua siseaba y ardía, y todo mi cuerpo me preguntaba si todo esto era una broma. Las lágrimas nublaron mi visión y mi dolor de cabeza me golpeaba como si fuera el bajo en una estridente canción de música electrónica.

Le regresé la bebida después de un sorbo doloroso o dos. El barman me miró, confundido. No me está ayudando, le dije. Ya no podía medicar mi dolor con alcohol.

Desde que fui diagnosticada con diabetes tipo 1, hace casi tres años, he pasado de ser una persona con diabetes muy mala a ser una ligeramente menos terrible.

Yo había conseguido hacer que mi A1c bajara de 9,8 a una decente 7,0. Había pasado de fingir que no existía —Vaya, ya no hay Lantus (inyección de insulina); ¡probablemente no haya problema si me pierdo una dosis!—  a comprobar mi nivel de azúcar con regularidad y contar los carbohidratos antes de las comidas.

Pero aún me resistía a entender la gravedad de esta condición, hasta que me encontré en la unidad de cuidados intensivos, con un goteo intravenoso de insulina en un brazo y una sonda de alimentación en otro

Tal vez pensé que porque yo era un diagnóstico tardío de diabetes tipo 1, tenía 25 años al inicio y 26 cuando dejaron de llamarla tipo 2, yo era inmune a que mi estado de salud pudiera empeorar e inmune a la CAD, que es una de sus más terribles complicaciones.

Tal vez yo creía que la cetoacidosis diabética era sólo un nombre estilo Mary Poppins de una complicación que no tendría jamás. Tal vez ni siquiera realmente creía que hubiera sido diagnosticada con otra enfermedad crónica, otra continuación de mala suerte para mi cuerpo que apenas estaba en funcionamiento.

Las complicaciones de la diabetes ciertamente no eran algo que podría haber imaginado esos primeros días de niveles altos de glucosa, cuando los médicos pensaban que una lectura de glucosa de 550 era un efecto secundario de la prednisona que tomaba para el lupus, o tal vez una complicación por perder la tiroides debido al cáncer cuando tenía 21 años. Nadie parecía tomarlo demasiado en serio en ese entonces, ¿por qué debía hacerlo yo?

Pero ahora, en la sala soleada, en el quinto piso del Centro Médico de la UCLA en Santa Mónica, estaba claro que esto era grave. Esto era diabetes.

Ruidoso. Doloroso. Visceral.

Estaba pasando justo en ese momento.

Al día siguiente de mi nefasta bebida en Dallas, pasé 10 horas en Santa Mónica con los hijos de mi amiga, escondiendo la cara durante la cena para que no me vieran llorar mientras me esforzaba por tragar mi omelet. En el fondo de mi mente, sabía que esto no era un dolor de garganta normal, esto era algo peor, una infección por hongos en la garganta llamada esofagitis candidiásica.

Cuando era bebé, me diagnosticaron un trastorno inmunitario llamada candidiasis mucocutánea. Mi cuerpo no lucha contra los hongos; he estado en antifúngicos desde que era niña.

En abril, a mi reumatólogo le preocupaba que el medicamento estaba teniendo un efecto negativo en el hígado. Dejamos el tratamiento a modo de prueba. Me quejé, sabiendo que era susceptible a las infecciones por hongos aún más ahora que había sido diagnosticada con diabetes. Ella me aseguró que era fuerte y que mi diabetes estaba en mejor cuidado que nunca.

Tres meses más tarde, yo estaba en esa cama de la unidad de cuidados intensivos, viendo cómo un especialista de oídos, nariz y garganta (ORL) me metía una cámara por la garganta y hacía sonidos de sorpresa en voz alta al ver las agrupaciones de hongos que la forraban.

Y entonces apareció mi endocrinólogo, empático y preocupado.

“También tienes CAD”, dijo. “Así es como se siente.”

Gracias a Dios que está aquí.

Ya había pasado un tiempo considerable en los hospitales anteriormente, pero mi batalla con la CAD y una desagradable infección por hongos sistémica, me dejó más maltratada de lo que jamás había estado antes.

Pasé siete días completos con una intravenosa de insulina por goteo. Me bombardearon con analgésicos y esteroides. El hongo y la inflamación eran tan malos que mi garganta estaba casi cerrada y los médicos se preguntaban si era necesaria una traqueotomía para que pudiera respirar. Yo tenía en un tubo de alimentación y necesitaba succión constante, ya que tragar mi propia saliva me era imposible. Pasó una semana antes de que pudiera tragar agua con hielo y gelatina.

Me quedé muy sorprendida al darme cuenta de que no recordaba casi nada de mi hospitalización. Cuando pienso en lo que pasó, sólo veo destellos de mí misma: una persona extraña, en un vestido que era familiar, repitiendo tareas, recibiendo tratamiento y perdiendo partes de sí misma a la enfermedad

El CAD me revolvió el cerebro, jugó con mi antena, me dejó deshidratada y delirante. Los esteroides que se usaron para combatir la inflamación activaron una psicosis que me hizo pensar que mi maleta era el gato Garfield, pintado de azul. Los analgésicos volvieron mis palabras sin sentido, histéricas y malvadas. Los antifúngicos me daban arcadas y un dolor que desafió lo que yo creía que sabía acerca de mi propia capacidad de recuperación.

Mis padres, mis fuentes de información constante, parecían afectados cuando les pregunté acerca de mi estancia. “Nunca te habíamos visto así “, dijo mi padre. “Completamente incoherente, delirante”.

Le pregunté sobre lo que había parloteado y él ladeó la cabeza, como indispuesto a compartir la realidad de mi locura. “¿Creo que un nuevo gran espectáculo surgió en algún momento dado?”

Mi madre se veía exhausta y adolorida mientras le repetía los detalles a mi familia.

Me sentí avergonzada por haber permitido que mi condición llegara hasta ese punto. Pero lo que me mortificaba más era que había tomado una trago durante el tiempo de aceleración hacia mi hospitalización. Y que no era la primera vez que había intentado aliviar mi dolor con alcohol.

Desde que fui diagnosticada con diabetes, había pasado de ser una bebedora demasiado entusiasta y posiblemente problemática a ser una persona que sólo bebe social y conservativamente. No fue una asombrosa transformación que requiriera de gran fuerza y determinación, simplemente ya no valía la pena para mí emborracharme cada vez que salía. Estaba asustada por las historias que había oído de jóvenes con diabetes que se daban atracones de licor y morían mientras dormían.

Por otra parte, cuando me tomaba un tercer trago, me despertaba al día siguiente con una depresión tan grande que el resto de mi semana se tornaba borrosa e incolora. Me sacudía de la ansiedad y la deshidratación durante todo el día. Nunca había tomado una decisión de la cual estuviera tan orgullosa, y era raro que yo saliera y que no me arrepintiera un poco de algún comentario o de algún movimiento de danza mal ejecutado.

Mi progreso en esto sólo me hizo sentir peor mientras estaba acostada en la cama, pensando en qué signos había mostrado de tener CAD. Estaba deshidratada en ese avión y lo sabía, pero me tomé una copa de todos modos. Yo había tomado esa mimosa como que me iba a salvar de mí misma. Si esto no era negación, no estaba segura de lo que negación era.

Al igual que la enfermedad en sí, el alcohol dispersó mis recuerdos, dejándome sola para reconstruir una realidad que sólo podría traer más dolor. Estoy agradecida de que mi cuerpo había reaccionado a él como el veneno que era; sólo podía prometer que recordaría esto la próxima vez que tuviera sed por tomar uno de esos falsos elixires que en realidad eran una muletilla.

Yo era un desastre por la ansiedad y la culpa por el estrés que le causé a mi familia y amigos, por el desorden que le dejé a mi compañera de piso, el dinero que había hecho que mis padres perdieran. ¿Por qué todavía no era yo más fuerte? ¿Por qué metía la pata así? ¿Por qué tenía que beber, comer esos dulces, quedarme hasta tarde? Debí haber luchado más fuerte, debí haber comido menos carbohidratos y más col rizada.

Todo esto me atormentó mientras me curaba y me rehidrataba. Pero junto a este dolor, una verdad brillante e intensa se disparó a través de mi cerebro:

Vivo con diabetes tipo 1. Eso no va a desaparecer. Nunca va a desaparecer.

Es hora de aceptar eso, por lo menos.

Cuando mi mente flota hacia las maneras en que he fracasado en el manejo de mi diabetes, trato activamente de pensar en la forma en que quiero vivir productivamente con estas enfermedades crónicas.

Mientras observo venir mi cumpleaños 30, sé que la mejor versión de mí está en la escuela de posgrado, trabajando hacia mi futuro como psicóloga infantil. Espero algún día poder practicar en un entorno en el que pueda ayudar a niños con enfermedades crónicas y cáncer, que son predicamentos que entiendo porque yo misma lo he vivido. Sé que la aceptación que tengan los niños de su enfermedad no será lineal; será un ir y venir, no importa lo que hagan sus padres. Voy a tomar mis habilidades como “The Baby Whisperer” (la encantadora de bebés) más allá de las impresiones excelentes hacia algo que realmente pueda ayudar a las vidas de los niños que sufren de diabetes tipo uno.

Eso es lo que me imagino cuando pienso en vivir más allá. Y aunque la diabetes y el lupus me han obligado a posponer la escuela una vez más, sé que voy a ir algún día.

Por ahora, tengo que trabajar en la curación y la aceptación. Esto significa tomar en serio mi dieta, asegurándome de llenar mi cuerpo con los ingredientes adecuados para luchar contra otro ataque de hongos. Esto también significa restringir las bebidas alcohólicas aún más, sin privarme de una bebida muy de vez en cuando, pero estoy segura de que no quiero arriesgar mi salud por un margarita ya.

Esto también significa que en serio, ¡en serio!, debo cuidar mis ansias por comer cosas dulces. Incluso los waffles. Oh, por supuesto, puedo comer de los que son saludables, elaborados con quinua y mijo, y lágrimas del Dr. Oz o algo así, pero mis días de flojera con la alimentación deben terminar. Fue otra muletilla, una cura temporal para un problema permanente.

No puedo olvidar el infierno que acabamos de vivir y no puedo permitir que me vuelva a pasar. Tengo que asumir la responsabilidad de mi parte en todo esto. Se lo debo a mi familia, tengo que cuidar mejor de mí misma.

Pero sobre todo, me lo debo a mí misma para conseguir ser realmente, pero realmente saludable. Para aprender a amar el cuerpo que tengo, a pesar de sus defectos, y tratarlo con respeto. Porque si no lo hago, no voy a ayudar a ninguna persona; estaré en una constante lucha contra mí misma. Voy a ser inútil para curar a los demás hasta que haya sanado yo misma.


 

ESCRITO POR Kelly Bergin, PUBLICADO 08/10/16, UPDATED 01/20/23

Kelly Bergin es escritora y niñera (o encantadora de bebés como prefieras llamarla) que divide su tiempo entre las playas de Asbury Park, Nueva Jersey y Santa Mónica, CA. Ha sido publicada en The Daily Beast, The Huffington Post, Thought Catalog y ahora, ¡en Beyond Type 1! Ella es una sobreviviente de cáncer desde ya ocho años, una guerrera de toda la vida contra el lupus y la inmunodeficiencia, y ahora es una diabética tipo 1 relativamente novata, después de haber sido diagnosticada en la edad madura de 26 años. Ella cree que cuando se trata de vivir con una enfermedad crónica, el sentido del humor es casi tan importante como su Levemir (inyección de insulina). A Kelly se le conoce por su rap al estilo libre sobre la insulina, los números perfectos de glucosa, los carbohidratos y el bling de alerta médica. Kelly ha perfeccionado el arte de viajar con diabetes y ha llevado la enfermedad con ella a Hawai, México, y pronto, a Islandia y Estambul.Luego, Kelly comenzará su trabajo de posgrado en estudios de la vida y el trauma de los niños, todo sin dejar de escribir una autobiografía basada en sus experiencias. Puedes encontrar más de sus escritos en kelly-bergin.com y en Instagram y Twitter @kellybergin.