Fortaleza es aceptar ayuda


 2017-09-15

Me despierto bruscamente. ¿Dónde estoy? ¿Qué hora es? ¿Cuál es mi nivel de azúcar? La cabeza me da vueltas. Mi corazón late. Mi torso se tensa. Siento nauseas en mi garganta y lágrimas que ruedan por mis mejillas. Casi no puedo respirar. Tiro las almohadas al piso, enojada por dormir con tantas en primer lugar.

Busco frenéticamente mi bomba de insulina Dexcom, que nunca está a más de un pie de distancia. Enciendo la lámpara de mi mesita de noche y encuentro el número que estoy buscando desesperadamente, 136 que está marcado con una flecha. Tomo un respiro, estoy bien, me lo repito a mí misma, pero la verdad es que no me siento bien. Son las 5:05 a. m. y mientras el resto del mundo está durmiendo, yo lucho contra la necesidad de volver a dormir por temor a que, de nuevo, tenga un espasmo mioclónico o no despierte en lo absoluto. Me siento recta y lloro sobre mis rodillas dobladas, esperando que pase el tiempo y deseando desesperadamente que esta enfermedad se vaya con él.

Son las 7:00 a. m. me lavo la cara con agua fría y me cubro las ojeras que se han formado bajo mis ojos con dos capas de corrector cosmético. Decir que estoy agotada se quedaría corto. Han pasado siete años desde que me forzaron a entrar en el mundo dependiente de la insulina, uno que ninguna persona parece entender, a menos que viva allí también. Mi memoria está repleta de información nutricional en constante cambio, conteos de carbohidratos, proporciones, índices nutricionales, glucémicos y digestivos. Mi mente gira constantemente tratando de encontrar el algoritmo perfecto de un páncreas en funcionamiento. Las yemas de mis dedos están callosas, con moretones y doloridas por los pequeños pinchazos que revelan mis niveles de azúcar en la sangre, y hematomas de inyecciones de color púrpura oscura cubren mi torso de izquierda a derecha. Las personas, a menudo, dicen que nunca podrían hacer lo que una persona con diabetes tipo 1 debe hacer, porque le temen a las agujas, a la sangre o a ambas, pero lo que parecen olvidar es que alguien con diabetes tipo 1 no tiene otra opción.

Desde que salí del hospital, una semana después de mi diagnóstico, siempre he manejado la diabetes por mi cuenta. Difícilmente comprendía el hecho de tener que distribuir este peso con las demás personas. El diagnóstico era mío y soportaría este peso de la enfermedad sobre mis hombros. El peso que llevaba esa noche, era pesado, tenía 13 años y no cené para evitar un pinchazo.

Lloré mirando al plato, sabiendo que no podía tocarlo sin que primero una aguja perforara en mi piel. Uno de los momentos difíciles fue cuando unos extraños asumieron que mi enfermedad era autoinfligida y reversible y, que fallaron en reconocer que yo haría cualquier cosa por librar mi vida de ese flagelo. Sentí el peso de mi enfermedad mientras gritaba para que el flebotomista dejara mi sangre dentro de mis venas, el lugar donde pertenecían, y una vez más sentí ese peso en los hombros cuando llegué a la conclusión de que continuaría extrayendola cada tres meses por el resto de mi vida.

Sentí la presión cuando tenía 15 años y mis amigos me suplicaron que no me inyectara frente a ellos. Pero lo más duro, fue aquella noche en que me desperté sudorosa, paralizada y pegada a la sábana, en la que supe muy bien que mi cuerpo necesitaba desesperadamente azúcar, pero convencida por la fuerza de permanecer quedarme quieta, cerré los ojos y consideré dejarme llevar lejos de la única cosa que me mantiene viva en esta tierra. Son incontables las veces en que he estado al borde de la muerte e incontables las cantidades de veces que he tenido la suerte de despertarme. La idea de hacer esto durante otros siete años me torturaba, porque sabía que no podía hacerlo sola.

Arrastré lo que quedaba de mí al dormitorio frente al mío, donde sabía que iba a encontrar a mi madre dormida. Contuve la respiración mientras estaba parada en la entrada preguntándome de qué serviría despertarla. Después de todo, ella no podía acabar con esta enfermedad y yo lo sabía muy bien.

Mientras mi cerebro contemplaba la logística, mi cuerpo siguió avanzando hacia ella. Fue solo cuestión de segundos antes para que me desplomara a su lado, despertándola con un grito que rompería el corazón de cualquier madre. La habitación se llenó rápidamente de angustia, culpa y miedo. Pero entre la pena, había una sensación de alivio, ya que los últimos siete años de mi vida se derrumbaron a mi lado. Por primera vez, me sentía iluminada, sentía que finalmente podía respirar.

Tenía miedo por los próximos días. Estaba aterrorizada de que nada hubiera cambiado realmente, pero para mi sorpresa sí fue así. Este era un nuevo comienzo y juntas, aunque lentamente, comenzamos a recoger las piezas que había perdido a lo largo de los años. Conectamos mi gráfico de Dexcom a su teléfono y ella asumió la responsabilidad de revisar mis números durante toda la noche, lo que me permitió dormir, dormir de verdad. A la mañana siguiente, me reuní con mi médico. Me senté en su oficina, muy avergonzada por haber fracasado después de llegar tan lejos. En el papel, mi manejo de la diabetes era perfecto: cada tres meses mi trabajo de laboratorio demostraba estar excelente, mi vista estaba intacta y mi hemoglobina A1c estaba en 5.5, pero en persona no se podía ocultar que el estrés de manejar una enfermedad era tan exigente, ya que con la diabetes tipo 1 había dado lo mejor de mí.

Mi médico finalmente me dijo: “Solo al mirarte, puedo ver que hay una batalla dentro de ti. Puedo decirte que quieres vivir, pero tienes mucho miedo de morir”. Ella me diagnosticó con un trastorno de ansiedad crónica causado por el estrés de manejar esta enfermedad. Siempre supe que la ansiedad era más prevalente en personas con diabetes tipo 1, pero no quería formar parte de esas estadísticas. Recibir medicina recetada se sintió como una batalla perdida, aún así, las tomé todas las noches, y cada mañana me sentía un poco mejor.

Solía pensar que ser fuerte significaba rechazar un chaleco salvavidas y luchar contra la corriente, pero ahora defino la fuerza como el reconocimiento de la necesidad de ayuda y aceptación. La carga emocional, mental y física de vivir con una enfermedad crónica es demasiado grande para ser soportada por una sola persona. De hecho, la belleza de esta enfermedad es la comunidad de personas con diabetes y el apoyo que la acompaña. Con el apoyo de mi madre, mi médico y la comunidad de personas con diabetes tipo 1 puedo volver a vivir, y ahora vivo de verdad.


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ESCRITO POR KAYLIN HUNTER, PUBLICADO 09/15/17, UPDATED 08/25/22

Kaylin Hunter tiene 21 años. Ella fue diagnosticada con diabetes tipo 1 cuando tenía 13 años. Cuando estuvo hospitalizada, ella fue diagnosticada con cetoacidosis diabética y le dijeron que si no la hubieran tratado, probablemente no hubiera sobrevivido una semana más. Es escritora, amante del café y de la moda (aunque pueda que no lo parezca), hace spinning, es estudiante universitaria y madre de una cachorra goldendoodle, detectora de diabetes, llamada, Mía.