No puedo dormir.


 2018-02-15

Estaba sola en la sala de exámenes, sentada en un rincón. ¿Tenía que subirme a la mesa? ¿Tenía que dejarme puestos los zapatos? He estado en estas salas tantas veces con mis hijos que es difícil pensar qué es lo que tengo que hacer cuando se trata de mí.

Estoy sentada firmemente contra el respaldo de la silla. Tengo las piernas cruzadas. Tengo el teléfono en mano, reviso mi correo electrónico y rápidamente hago el cambio para ver los niveles de azúcar en la sangre de mi hijo. Me dispongo a poner el celular en silencio. Eso es lo correcto, ¿verdad? ¿Qué pasa si lo apago y sucede de nuevo? Un día el año pasado, apagué mi teléfono durante una cita y nadie había recibido el mensaje de que no estaría disponible. Esta fue la única vez desde el diagnóstico de Henry en la que no contesté el teléfono.

Mejor opto por subirle el volumen al timbre.

Empiezo a recibir mensajes de texto. Veo el reloj en la pared, veo los mensajes y luego respondo con cómo se debe bajar el bolus a la hora de los bocadillos. Reviso mi correo electrónico una vez más.

Pienso que probablemente estoy muriendo. El doctor va a entrar, le voy a decir “lo que siento” y va a decir algo como “Vaya, estás muriendo”. O “Sí, estás loca”. Es una de las dos, pienso, con mucha certeza.

El doctor entra a la habitación, se sienta y me pregunta cómo me siento. Se trata del examen físico anual que logro hacerme cada dos a tres años. Sin embargo, estoy aquí. Esto es algo importante para mí. Automáticamente empiezo a sentirme a la defensiva. No sé por qué. Estoy molesta conmigo misma.

No he estado durmiendo, le digo. Empiezan a salir las palabras de mi boca por el piso color beige. Ni siquiera lo puedo ver a los ojos.

A veces, digo, cuando estoy parada en mi casa hay algo que quiero decir y no encuentro las palabras. Para cuando empiezo a mover la boca, mi mente olvida lo que está pasando. Era tan importante, pienso, lo que quería decir. Se ha ido. Las manos se me adormecen, siento como si se me fueran a caer las piernas. A veces siento como si estuviera flotando sobre mí misma. Me despierto en la noche y siento el pecho cerrado. Creo que soy alérgica a algo. ¿El polen? ¿Mi almohada? ¿Mis perros? ¿El aire?

Dirijo mis rodillas hacia la puerta, con las manos sobre los apoyabrazos de la silla, casi empujándome hacia arriba y hacia afuera. Quiero retraerme de todo lo que acabo de decir.Quiero salir de la habitación. No quiero ver hacia la puerta… no quiero nada de esto.

Me dice que tengo que dormir.

Le digo que no puedo.

Me pregunta por qué.

Y a medida que empiezo a abrir la boca, puedo sentir que mis ojos se llenan de lágrimas. Puedo sentir que se me cierra el pecho y toso. Trato de despejarme la garganta, pero la siento más cerrada. Muevo un dedo hacia el ojo para ocultar el hecho de que estoy a punto de quebrarme.

Solo estoy cansada. Lo siento. Creo que hay mucho polen o algo así.

Me froto las palmas de las manos sobre los muslos.

Necesitas dormir, repite.

Le digo que no puedo.

De nuevo me pregunta por qué.

Entonces me quiebro. Como esas grietas que empiezan a abrirse despacio en las películas. Luego, todo se parte en dos.

No puedo dormir porque tengo miedo de que mi hijo podría morir. No puedo dormir porque se activan las alarmas toda la noche, enciendo las luces del corredor para llegar a su habitación, luego apago las luces para que él pueda dormir. Fuerzo la vista en la oscuridad para que esa pequeña gota caiga en latira, trato de silenciar el sonido de la lectura del nivel de glucosa en la sangre para que no lo despierte. Mi corazón da un vuelco cuando tiene niveles tan bajos que no puede cerrar la boca para tomar jugo con una pajilla. Le acomodo la cabeza en el hueco de mi brazo para que pueda beber. A veces huelo su cabeza y recuerdo cómo era cuando era un bebé sin diabetes tipo 1; la idea de que estaba más seguro en ese entonces. Me rodea con sus brazos y me acerca a él; susurra desde su sueño profundo “¿Cuál es el número?”. Le digo “No te preocupes; todo está perfecto; te amo”. Salgo de la oscuridad de la habitación hacia el estruendo de la luz del corredor. Bajo las escaleras hacia la habitación y con cada paso que doy, mi mente empieza a dar vueltas alrededor de todo lo que está mal, todo lo que tengo que arreglar, todas las personas que esperan recibir una respuesta mía acerca de algo.

Me recuesto y respiro hacia adentro y hacia arriba. Mi mente me dice que no voy a poder quedarme dormida y cuando lo hago, la alarma suena de nuevo. Parece como si nunca hubiera cerrado los ojos en absoluto.

¿Conoces ese sentimiento cuando tu hijo sale corriendo a la calle? ¿Cuando casi lo atropella un auto? Eso es lo que pasa cuando sufre de una baja. A veces ocurre cinco veces al día.

Está bien, le digo al doctor. Ya pasará. Luego regresará. Nunca se detiene.

¿Mi esposo? Él es increíble. Hacemos cambio. Si uno de nosotros está realmente cansado, el otro se encarga durante toda la noche. Pero sigues escuchando las alarmas. Incluso cuando no es tu turno, te despiertas; esperas hasta que el otro regrese y susurras “¿Cuál es el número?”

Cuando escuchas que el otro sube las escaleras deprisa, te encoges porque sabes que está buscando azúcar: sabes que ya se terminó el jugo de la mesa de noche. Te preguntas si es cierto que el diagnóstico no es tu culpa. Sabes que es tonto, pero lo sientes. ¿Cómo puedes no hacerlo respecto a la persona que creció dentro de ti? Él no pidió todo esto. Tú lo pediste y sientes como si tu cuerpo le hubiera fallado.

Estoy llorando y le hablo al doctor entre suspiros profundos. Sigo hablando sobre mis síntomas, con un ocasional “Lo siento” y “Normalmente no me pongo así; solo estoy cansada”.

Es solo que hay demasiado polen.

Sigo viendo mi teléfono incluso mientras hablo; reviso sus niveles de glucosa en la sangre. Es algo compulsivo. Él está estable en este momento, ¿pero yo? Yo no.

Han pasado 4 semanas desde que dormí toda la noche.

La primera noche después de que en dos semanas estuvo estable toda la noche, no sonaron las alarmas pero me desperté de un sobresalto a las dos de la mañana 100% convencida de que había muerto. ¿Su CGM sigue funcionando si está muerto? ¿Cómo serían sus niveles de azúcar en la sangre si estuviera muerto? Me veo atrapada en estos pensamientos sombríos y lúgubres hasta que salgo de la cama y subo a su habitación de todas formas para colocar una mano en su mejilla y la otra sobre su pecho solo para sentir que está vivo. Ni siquiera merezco a este niño tan hermoso, pienso. Bajo las escaleras y pienso en qué fue lo que hice mal. Sé que esto no tiene nada que ver conmigo, pero en mi corazón no puedo dejarlo ir.

No sé si algún día podré hacerlo.

Bueno, dice el doctor, sé qué es lo que está pasando contigo.

¿Me estoy muriendo? Tengo la cara roja y ya dejé de secarme las lágrimas.

No estás muriendo. De hecho, yo tomaría el salario de un año, iría a Las Vegas y apostaría que no estás muriendo.

Espero que tengas suerte en los juegos de azar, le digo. Lo siento, repito, lo siento.

Escucha, desde el momento en el que entré a esta habitación, pude sentir que estabas nerviosa. Estás demasiado forzada. Me preocupas. Me pones nervioso porque tú estás tan nerviosa. Tienes que dormir y cuidarte.

Lo que tienes es bastante común. Se conoce como ansiedad del cuidador. Ahora mismo tienes un caso muy extremo.

¿Eso es todo?, digo.

Es bastante, dice.

Me río con lo que parece ser una desagradable mezcla de risa y llanto. Es todo lo que me queda.

Eso no puede ser un problema, pienso. Dios, qué débil soy.

Él quiere que duerma toda la noche. Juro que cada parte de mí se retrae y siente repulsión ante la idea de no poder despertarme cuando tengo que hacerlo. Cuando Henry me necesita.

Estás exhausta, me dice.

Pero mi hijo está vivo porque me despierto, le digo.

Hay problemas más grandes que este, le digo. Las personas manejan cosas más grandes. Yo no puedo con esto.

Estoy avergonzada.

No quiero que nadie lo sepa.

Quiero ayudarlos a todos.

No quiero que nadie me ayude.

Mi cuerpo funciona, pero mi cerebro no puede hacerlo.

Estoy cansada.

Estoy decepcionando a todos.

Entonces empiezo a hablar con las personas. Me río de mí misma. A veces, eso es lo único que sé hacer. Siento lástima de mi misma. Siento que haberlo dicho en voz alta me hizo aceptarlo. Si un amigo me dijera esto, que necesita ayuda, le daría todo lo que tengo para ayudarlo. Lo repito una y otra vez, pensando que quizá me hará sentir menos fracasada.

Es como si quizá me voy a sentir mejor pronto.

Quizá puedo hacer que eso suceda.


Otros artículos de Sara Jensen son: ¿Cuando parará este juego?  y El peor de los casos

ESCRITO POR Sara Jensen, PUBLICADO 02/15/18, UPDATED 01/24/23

Como directora creativa de Beyond Type 1 desde el inicio, Sara es la responsable de  nuestro increíble diseño visual y de marca. Su hijo Henry fue diagnosticado con diabetes tipo 1 a la edad de 5 años en 2013 y ella se ha convertido en una poderosa embajadora para los temas relacionados con la diabetes. Además de Beyond Type 1, Sara también trabaja para Genevieve Gorder, una diseñadora de interiores de renombre, como directora creativa. Le apasiona la adopción por medio del cuidado temporal, Beyond Type 1, la buena comida y el buen humor. Vive en una pequeña isla en medio de un gran océano. Y tiene historias, muchas de ellas.