La historia de Levi
Ya es de noche y Levi y yo nos estamos meciendo junto al fuego después de un ajetreado día de lucha libre con sus hermanos mayores, de vaciar alacenas, de colgarse de las barandas de las escalera y de perseguir a los perros. A mi niñito finalmente le está dando sueño; solo tiene 2 años, pero puede tener tanta energía como el más activo. Acurrucándose sobre mi me da una mirada a través de sus largas pestañas con sus brillantes ojos azules. Después de darme un último medio beso, coloca sus mejillas color de rosa en mi pecho y pronto empieza a roncar. Sentada aquí, meciéndolo, me es difícil reconciliar que este niño robusto, sano y muy travieso es el mismo niño que yo cargaba en mis brazos hace un año y medio. Ese niño no estaba durmiendo pacíficamente; sus mejillas no eran de color rosa. Estaba débil, sus labios estaban agrietados y su cara pálida. Y en vez de roncar suavemente, su respiración era superficial y gemía, su llanto no era más fuerte que un maullido de un gatito. Se estaba muriendo lentamente en mis brazos y yo ni siquiera lo sabía.
Era viernes, 7 de marzo de 2014, a las 5 de la mañana, y a pesar de haber pasado una noche en vela meciendo a Levi, yo estaba despierta y esperando ansiosamente que abriera el consultorio del médico. Había estado enfermo desde enero por el virus sincitial respiratorio humano (VSR), una infección respiratoria desagradable, común en todo el mundo, aunque por lo general más fuerte en los lactantes. Los médicos me dijeron que los síntomas parecidos al resfriado podrían durar hasta 6 semanas, pero siempre y cuando Levi siguiera creciendo y por lo demás sano, que no debería tener que preocuparme demasiado. Sin embargo, no mucho después empecé a notar cosas extrañas acerca de sus hábitos alimenticios, el número de pañales mojados, la forma en que lo sentía entre mis brazos, en comparación con la forma en que sus hermanos mayores habían sentido a esa edad. Hubo momentos en que quería mamar todo el tiempo, y luego lloraba porque quería más, pero luego lo escupía, o mejor dicho, lo lanzaba al aire y luego empezaba todo de nuevo. Traté de darle de comer cereal de arroz, formula, otros tipos de alimentos para bebés, nada, pero nada parecía saciarlo o caerle bien al estómago. Cuando llegó febrero, empezó a empeorar, además de los hábitos alimenticios que empeoraban, y el aumento de letargo; mi esposo comenzó a notar un olor extraño en el aliento de Levi, lo describió como un olor metálico. Otro día, mi padre me comentó que para él Levi no olía bien, que Levi no olía como un bebé normal.
En la visita al doctor de Levi de los seis meses, llevé una lista de mis preocupaciones conmigo al médico. Una vez más, me dijeron que parecía estar bien, no había señales de alerta que pudieran ver, su peso era bueno, 18 libras (un poco pequeño, tal vez) pero no lo suficiente como para que realmente importara en ese punto, que parecían estar llenando la mayor parte de sus objetivos para ese grupo de edad, por lo que no era cuestión de preocupación. Pasó una semana y su salud parecía deteriorarse de una manera que yo no había visto. Luego, la segunda semana, empezó a vomitar. Lo llevé de nuevo al médico y había perdido 2 libras. Le dieron un poco de agua con glucosa, nos hicieron esperar para ver si la vomitaba, y cuando no lo hizo, nos enviaron a casa. Eso fue el jueves 6 de marzo. En cuanto llegamos a casa se quedó dormido, pero se despertó una hora más tarde, y vomitó la poca agua que había bebido en el consultorio médico. Llamé de nuevo y les dije que iba a seguir dándole agua con azúcar como lo habían sugerido, pero que lo iba a llevar de nuevo a primera hora la mañana siguiente. Esa noche dejó de beber por completo, y sus llantos eran poco a poco cada vez más y más silenciosos. Llevé a Levi la mañana siguiente, y en 12 horas había perdido otras 2 onzas, y tenía un peso de 15 libras y 8 onzas, como si eso no fuera suficiente, las arcadas habían comenzado.
Poco después de nuestra llegada, nos llevaron rápidamente hasta el hospital, finalmente estuvieron de acuerdo en que algo estaba definitivamente mal. Nos llevaron a una habitación en la planta general donde intentaron ponerle una vía intravenosa, pero sus venas estaban tan desecadas que después de cuatro intentos llamaron a su mejor enfermera y le puso una intravenosa en el cuero cabelludo. Yo nunca, nunca olvidaré cómo se veía mi bebé en esa mesa. Estaba tan débil que apenas volteaba la cabeza, daba arcadas secas a un lado, su pobre cuerpo se convulsionaba con la intensidad de la mismas. La sangre de la intravenosa corría por su pequeña cabeza como una lágrima. Nos sacaron de prisa de cuidados generales, para llevarnos a cuidados intensivos, y de cuidados intensivos a un área de aislamiento cerca del puesto de enfermería. Las siguientes dos horas fueron confusas; le hicieron pruebas, le pusieron y le quitaron tubos, algunos alambres fueron retorcidos y pellizcados, las máquinas sonaban sin cesar. Hubo una pequeña ventana de 15 minutos de calma; mi madre, que había llegado en algún momento había puesto algo de comida en mis manos y me dio instrucciones de que comiera. En eso el médico entró y me dijo que Levi tenía diabetes. Al principio yo no entendía. “¿Diabetes? ¿Quiere decir que cree que tiene diabetes?”, Pregunté. “No, lo sé”, dijo el médico. “Su nivel de azúcar está a más de 800. El Servicio médico de vuelos Life Flight los llevarán a Spokane, al Children’s Hospital (Hospital de Niños). El helicóptero estará aquí en 20 minutos… “En ese momento oí un zumbido en los oídos interceptado por palabras como “estado de coma”, “transferencia de fluidos”…”la muerte”; esta última palabra resonó en mi mente y no pude oír nada más.
Una ola de gente entró, preparando a Levi para el vuelo. Ya que no podía hacer nada, excepto ponerme en el camino, salí, mis lágrimas fluían. Había dos mujeres en el vestíbulo, una más grande de edad y una más joven, que no habían estado allí antes. Vestían vestidos hechos en casa simples y tenían gorros en la cabeza. Las miré y me miraron; me encontré pidiéndoles que oraran por mi hijo, que oraran por mi bebé, diciéndoles que sólo tenía 7 meses de edad. Oí cuando el helicóptero aterrizó y corrí de nuevo a donde estaba Levi. Él estaba en la camilla y estaban listos para irse. “Deje todo”, dijo una enfermera. “Sólo hay espacio para usted”.
Mi madre y mi esposo se quedaron en la puerta del hospital. Con un rugido de motores y rotores, nos levantamos en el aire y nos fuimos. Por primera vez en dos semanas, empecé a relajarme, escuchando el repiqueteo del helicóptero y las palabras apagados de las enfermeras que asistían a Levi, porque por fin, gracias a Dios, nos estábamos moviendo, estábamos haciendo algo. Era un bálsamo para mi espíritu. Incluso volamos sobre la granja de mis padres; pude ver las vacas y los caballos pastando en el campo y mi padre en el porche. Todo parecía normal… y aunque se sentía bien para mí, mi padre me dijo después que al ver el helicóptero y saber que Levi y yo íbamos en él, lo hizo sentir como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago.
Después de una hora, las luces de Spokane se vieron alrededor de nosotros, y la pista de aterrizaje marcada con un “X” blanca y gigante apareció a la vista. A Levi lo llevaron al hospital con una enfermera a cada lado, y yo iba justo detrás; lo llevaron a la unidad pediátrica de cuidados intensivos, el lugar al que llamaríamos hogar por los próximos siete días. Recuerdo que llevaron a Levi a su habitación y el médico de guardia habló conmigo y me preguntó sobre la historia de Levi, me preguntó si alguien en nuestra familia tenía diabetes Tipo 1, (nadie tiene) y me explicó sobre el VSR y cómo a pesar de que lo más seguro era que mi hijo de 3 años de edad la había tenido, es probable que no le afectara de la misma manera que había afectado a Levi. Muy claramente, recuerdo el carro de paro amarillo que llevaron por si acaso, con una tarjeta que indicaba que Levi tenía una alta probabilidad de paro, (lo que significa que su corazón podía dejar de latir). No recuerdo la apariencia del médico, pero recuerdo el carro de paro.
Finalmente, después de hablar más, más enfermeras, más tubos y cables y más monitores, Levi fue estabilizado. Las luces se atenuaron y por primera vez en lo que parecían siglos, Levi realmente estaba descansando; aunque su respiración era poco profunda era estable, y ahora en vez de tener un color gris, su carita estaba blanca, con labios más llenos y no agrietados. Algún tiempo después, mi hermano que vivía en Spokane en ese tiempo, llegó. Al levantar la vista él estaba parado en la puerta, su silueta esbozada por las brillantes luces exteriores. Parecía tan fuerte y firme que prácticamente salté a sus brazos y me derrumbé sobre él. Su presencia, tan parecida a la de mi papá, me hizo sentir que tal vez, sólo tal vez, yo iba a estar bien. Nos sentamos uno al lado del otro por un rato hasta que una de las enfermeras vino a llamarme insistiendo en que duermiera, diciendo que tenían una habitación para mí y mi esposo, que venía en camino conduciendo. Mi hermano me aseguró que no iba a dejar el lado de Levi hasta que mi madre y Greg llegarán, sin más preámbulos, la enfermera me llevó a nuestra habitación. Me quité los zapatos, dije una oración, y dejé que las lágrimas y el olvido me llevaran. En la noche, sentí que mi marido llegó y envolvió sus brazos a mi alrededor; la calidez que sentíamos y el confort que teníamos de estar juntos y el conocimiento de que nuestro precioso bebé estaba bajo el cuidado de las mejores personas en el estado nos dio fuerza. Esa fuerza creo que también llegó hasta Levi.
En los siguientes días, Levi comenzó lentamente a entrar en sí. Para el lunes, su color estaba regresando; incluso nos sonrió. El martes, él estaba sentado y las enfermeras tuvieron que mover los rieles de la cuna, lo que fue un triunfo. El miércoles, el médico nos dijo que podíamos empezar a pensar en volver a casa. Para el siguiente día y medio, se sentía como si estuviéramos en la universidad de nuevo. Tuvimos que aprender mucho sobre el cuidado de Levi, cómo mezclar su insulina, cómo le afectarían los diferentes alimentos, cuáles eran las señales de advertencia de peligro, etc… Fue agotador. Por último, el viernes llegó y equipados con nuestra mochila de la JDRF (Fundación para la Investigación de la Diabetes Juvenil, por sus siglas en inglés), libros, medicinas y un pequeño osito “poke me here”, pudimos llevar a nuestro “nuevo” bebé a casa.
No sé qué habríamos hecho de no haber sido por nuestra maravillosa familia. Los padres de mi esposo y mi madre se turnaban para cuidar a nuestros hijos mayores mientras estábamos en Spokane con Levi, para que fuera posible que Greg y yo estuviéramos allá juntos. Fueron una parte integral en las semanas posteriores al diagnóstico de Levi, que incluyó otra estancia en el hospital, esta vez con neumonía. En el año y medio desde el diagnóstico siempre han estado dispuestos al reto y a ayudar cuando sea necesario
La diabetes ha cambiado nuestras vidas, pero mis hijos mayores y Levi nunca dejan de sorprenderme. Mi hijo de 10 años de edad cuenta los carbohidratos, mi hija de 8 años de edad sabe cómo revisar el azúcar en la sangre de Levi y lo hace por mí cuando mis manos están llenas. Mi hijo de 5 años de edad es muy protector con su hermano pequeño, y siempre está diciéndole a la gente lo que pueden y no pueden darle de comer a Levi, hasta pregunta si hay azúcar en el jugo que mezclo. Levi lleva su bomba de insulina a todas partes, toma sus “pinchazos”, como él los llama, como todo un campeón, y es igual de travieso, divertido y juguetón que cualquier otro niño de 2 años de edad. En cuanto a mí, tengo una familia que me apoya, unos niños hermosos y un esposo increíble. En resumen, he sido bendecida.